José
Luis López Bulla y Paco Rodríguez de Lecea
Hace
tiempo definíamos la política del gobierno del Partido popular en la onda del
más puro bonapartismo. La cosa se ha degradado todavía más. Está en marcha un
ataque en toda regla contra las libertades y los derechos sociales, con una
saña particular en la agresión al ejercicio del derecho de huelga, agresión que
ha culminado con el encarcelamiento de algunos sindicalistas, estando
encausados más de cien.
No
estamos hablando ya de una democracia demediada, sino de un sistema que,
gradualmente, está estableciendo para los derechos de la ciudadanía (que antes
toleraba en clave de fastidio) un trato legal igual al que se reserva a los institutos
subversivos. Para ello, la vara de juzgar –desde el gobierno y sus islas
adyacentes— es la aplicación de una lectura, inédita hasta ahora, del Código
Penal, que roza la felonía en el más puro estilo de la ley
del encaje. El gobierno declara actuar según una “legalidad” que
él mismo está cambiando cada día para no ser acusado de conculcarla. Se criminalizan
conductas antes inocentes; se provoca el choque callejero entre manifestantes y
fuerzas del orden según técnicas que no se veían desde tiempos añejos y
perfectamente olvidables; se extienden de forma arbitraria las
responsabilidades de las organizaciones convocantes de actos de protesta hasta
hacerles pagar incluso los destrozos causados por una brutalidad policial que
está ordenada desde arriba.
Esta es una situación áspera que viene de muy
atrás, pero que –tras las recientes elecciones europeas-- ha adquirido mayor espesor. Las novedades
aparecidas en estos comicios han creado una serie de perplejidades en el
Partido popular, en la derecha económica y en sus diversas franquicias. La
reacción de ese conglomerado conservador no ha ido por el camino de la búsqueda
de las causas de las pérdidas significativas del orden bipartidista, sino por el de la tosca apelación al recurso
del bastón y tente tieso. Más todavía, la pretensión de fondo es instalar el
miedo en la conciencia de la ciudadanía: de ahí la “leyenda urbana”, que hacen
correr con desparpajo, de que todo lo que se mueve en la protesta tiene (o
tuvo) conexiones con el terrorismo etarra. Esta operación, no obstante, es
inútil: de un lado arraiga la certidumbre de que la derecha política y sus franquicias
mienten espasmódicamente; de otro lado, con las redes sociales y los
instrumentos de socialización en vivo,
el gobierno y sus franquicias nuevas y viejas, ya no cuentan con el monopolio
de la información.
Para utilizar una imaginería gramsciana, convendría
en la actual situación pasar de una fase ya demasiado larga y desgastadora de
«guerra de posiciones», a otra fase de «guerra de movimiento». Una «guerra» que
no puede trabarse a cachos, esto es, hoy en defensa de los derechos sociales y
sus instrumentos (la huelga, la manifestación); mañana, contra la Ley Mordaza ; pasado,
contra la Ley de
seguridad ciudadana … Porque las libertades y los derechos de los ciudadanos
son inescindibles.
Posiblemente ha llegado la hora de los grandes
movimientos unitarios; y no queremos acabar esta llamada de atención sin
señalar que el mayor énfasis para la convergencia de esfuerzos debe ponerse en
que el “no” actual sea la antesala de un proyecto positivo que afirme y
consolide una libertad sin restricciones y una democracia sin adjetivos. Porque, en definitiva, “esa gente” no son
ineptos, saben perfectamente lo que quieren y buscan. Es de suponer que
nosotros también. Ya lo dijo el inglés famoso: «Fuertes razones hacen fuertes
acciones.»
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