Nota editorial. El texto íntegro del debate se
encuentra en el blog hermano En campo abierto: http://encampoabierto.wordpress.com/2014/01/29/sindicato-y-politica-un-debate/
Escribe Riccardo Terzi
Cuando envié mi
escrito a José Luis López Bulla nunca pensé que se abriría esta discusión tan
dinámica y de tanto alcance. Por ello estoy agradecido a todos los que han
querido intervenir con observaciones críticas puntuales y profundas, sobre todo
con una extraordinaria pasión intelectual y civil. Ha sido una sorpresa
gratísima para mí, porque estoy acostumbrado en Italia a reflexionar en
soledad, sin que haya un lugar para una seria discusión colectiva.
Intentaré aclarar
mi pensamiento sobre diversos temas que se han suscitado en la discusión. Con
una premisa que me parece importante: entre nosotros hay un común transfondo
político y cultural, una convergencia muy fuerte sobre las premisas
fundamentales, por lo que las diferencias –que, sin embargo, existen-- no
son más que posibles articulaciones en el interior de un discurso que tiene su
fuerza unitaria, que está bien enraizado en el gran surco histórico
del movimiento obrero, en sus conquistas y sus derrotas. Procederé por puntos,
no siendo necesario reemprender el hilo general del discurso que ha sido
exactamente interpretado en todas las intervenciones.
1. Organización y burocracia
La crítica de la
burocratización no es, no debe ser, el rechazo a la organización, porque
cualquier movimiento social tiene la necesidad, para poder incidir en las
relaciones de fuerza, de superar la fase de fluidez y espontaneidad,
capaz de intervenir inlcuso en momentos de difidultad y reflujo. Comparto totalmente
lo que se ha dicho sobre ese particular. Pero existen muchos modelos de
organización posibles, y en cada momento se trata de decidir qué forma
organizativa es la que se corresponde mejor con la exigencia del
momento.
En una fase de
aguda crisis social y profundas transformaciones del trabajo, como es la
actual, el acento se pone no en la estabilidad, en la continuidad, sino en la
capacidad de innovación y experimentación. La burocratización puede ser,
entonces, entendida como la incapacidad de la estructura para responder a las
nuevas demandas, como la fuerza de la inercia que tiene paralizada la
organización en una práctica, en un estilo, en un ritual que ya ha perdido
definitivamente su eficacia. Por eso es tan importante la diferencia
que establece José Luis López Bulla entre sindicato de los trabajadores o sindicato para los trabajadores, porque corresponden
a diveresas y opuestas lógicas organizativas: democracia abierta, alargada,
participativa o su opuesto, la primacía exclusiva de los grupos dirigentes. Yo
he hablado de la necesidad de colocar el baricentro abajo. Quizás esté mejor
dicho que no debe haber ningún baricentro sino una circularidad siempre abierta
entre lo de arriba y lo de abajo en ambas direcciones.
El papel de la
dirección es, naturalmente, esencial. Pero no se concreta como una función
separada, está dentro de un continuo proceso de verificación democrática,
abierta a todos los afiliados la posibilidad de crítica y propuesta, con un
intercambio permanente de ideas y experiencias. Ahora bien, creo
que la actual crisis exige, para ser afrontada con algunas posibilidad de
éxito, más democracia y participación, ya que a todos nos incumbe el riesgo de
una ruptura de la relación de confianza entre los trabajadores y la organización;
y, entonces, son los recursos de un proceso democrático real sobre los
que se debe apuntar con decisión para conjurar su posible declive. La
organización, en suma, no es más que el medio, el instrumento que debe ser
coherente con las necesidades estratégicas de una determinada fase histórica.
De ahí que debamos saber neutralizar siempre los impulsos de la
autoconservación que puedan bloquear la organización en una permanente
reproducción de su ritual, especialmente cuando toda la situación externa
reclama un cambio de marcha. Esto me parece que hoy es el riesgo que planea
sobre el movimiento sindical.
2. La ideología
¿En qué sentido
he hablado de la necesidad, para el sindicato, de basar su acción con una
sólida base ideológica? Entiendo perfectamente toda la ambigüedad de esta
palabra, su posible significado de «falsa consciencia», como desviación
idealista del pensamiento hacia una representación abstracta que impide la
lectura de los procesos históricos reales. Así pues, no me sorprenden las
reservas de Isidor Boix y José Luis. Yo hablo de “ideología” en un sentido más
amplio y abierto: me refiero a la necesidad de disponer de una interpretación
de la realidad; en ese sentido la ideología es el conjunto de las categorías,
teóricas y filosóficas, con las que nos relacionamos con el mundo, es el lugar
por donde buscamos abrirnos a la comprensión de la realidad. Si se prefiere,
podemos llamarla teoría, pensamiento crítico, consciencia histórica.
En mi valoración
de la ideología hay una intención polémica concreta contra la tendencia, hoy
tan extendida, de proclamar el fin de las ideologías y la llegada de una
sociedad finalmente liberada de la fatiga de pensar, toda ella orientada al
cálculo pragmático de las conveniencias dentro de un universo social y
cultural que nos viene dado para siempre.
El mundo post
ideológico que se anuncia y proclama no es otro que la definitiva adaptación a
la realidad tal como es; por ello, todo intento de proyectar una realidad
diferente es rechazado desde la raiz como una intromisión de la ideología, como
un reafloraramiento de los espectros ideológicos que han devastado toda la
historia del Novecento. Así, la cruzada anti ideológica acaba siendo
substancialmente una cruzada contra la libertad de pensamiento y de
investigación, que debería estar constreñida en el estrecho perímetro de la
actual estructura social y de sus ejes de poder. Como puede verse, estamos en
presencia de la más violenta y feroz ideología: la que pretende imponer la
total identificación de la realidad y del pensamiento. Si nos mantenemos dentro
de ese horizonte sólo tendremos a nuestra disposición los instrumentos de la
enmienda, de la intervención en el detalle, cerrándose todo proyecto de largo
alcance. Ahora bien, un sindicato «de la enmienda» no veo a quien le
pueda interesar ni qué energías pueda suscitar. Este es el sentido
del reclamo a la «base ideológica»; lo que, en síntesis, quiere decir que
el sindicato tiene un rol, sólo si dispone de una capacidad autónoma de análisis
critico de la sociedad y de elaboración de un proyecto de cambio.
A mi juicio, no
basta el reclamo a la praxis, porque ésta, a su vez, debe estar orientada por
una teoría. En Gramsci, a quien se refieren muchas intervenciones, hay una
«filosofía de la praxis», una interpretación de la historia en la que todo se
reconduce al libre juego de las fuerzas en presencia, al conflicto político y
social sin ningún residuo metafísico y transcendente, en la perspectiva de un
historicismo integral. Pero es, de hecho, una teoría, una interpretación, una
mirada ideológica sobre nuestra condición humana y de todo aquello que está en
nuestras posibilidades de acción y construcción política. En toda nuestra
tradición, la acción y el pensamiento están estrechamente relacionados, son las
dos dimensiones que dan un sentido y una identidad a nuestra existencia. Como
decía Engels, el movimiento obrero es heredero de la filosofía clásica
alemana: no sólo es acción, mobilización de los intereses inmeidatos, también es
pensamiento que se encarna en la concreción de la lucha política y
social.
Pero, ¿de dónde
viene esta capacidad de mirar el mundo más allá de la inmediatez de los
intereses? Aquí se encuentra la diferencia entre, de un lado, las tesis de
Kaustky y Lenin (la consciencia viene del exterior) y, de otro, la tesis
opuesta que plante auna progresiva maduración política e intelectual a partir
de las experiencias concretas del movimiento que tiene en sí mismo los recursos
necesarios y suficientes para superar el estadio corporativo. Yo estoy,
decididamente, por esta segunda alternativa, y creo que una de las razones del
fracaso histórico de la experiencia comunista está en este intento de dirigir
desde el exterior, afirmando la «primacía de la política» con todas las
inevitables degeneraciones autoritarias que se desprenden de dicho principio.
Me remito, una vez más, a Bruno Trentin, a su reconstrucción y valoración
de las corrientes libertarias y antiautoritarias que se han opuesto a la
ortodoxia leninista. Herejías que fueron derrotadas, pero la herejía es el
germen de un posible nuevo camino.
La autonomía --o
independencia-- del sindicato tiene aquí su propio fundamento, rechazando
la separación entre teoría y praxis, una teoría que se confía al partido político,
a la que debe adecuarse el sindicato sin disponer de un pensamiento autónomo
propio. En definitiva, el sindicato no puede ser el brazo operativo que viene
guidado desde el exterior, sino la fuerza organizada donde un movimiento real
toma consciencia de sí mismo y elabora paso a paso con plena autonomía los
contenidos de su identidad.
3. El sindicato como parte y el interés general
Está fuera de
discusión que el sindicato expresa una opinión de parte. Pero hay una gran
cantidad de posibles modos de ser de parte. Hay un modo corporativo, o
minoritario, que se recluye en su pequeño espacio y deja que sea la política
quien se ocupe de las cuestiones generales. Y existe un sindicato que tiene la
ambición de hacer de su parcialidad un punto de vista de toda la estructura
social, una mirada abierta al mundo, en tanto que el conflicto que interpreta
es el nudo estratégico que apuesta por un diverso modelo de sociedad. En suma,
hay una parcialidad de renunciación, residual, y existe una parcialidad
expansiva que, a partir de sí misma, busca leer y someter a crítica toda la
realidad social. No hay ningún criterio absoluto capaz de definir el «bien
común», pero existe un espacio democrático abierto donde se puede confrontar y
encarar diversos proyectos. El problema es si el sindicato quiere estar con su
autonomía dentro de ese espacio y jugar su partido o si entiende que en ese
espacio tengan derecho de ciudadanía sólo las fuerzas políticas a quienes se
delega esta materia.
Mi tesis es que
los sujetos sociales deben ser protagonistas, a pleno título, del debate
político sin delegar a nadie esta función democrática y de ahí desciende todo
el problema de las relaciones entre sindicato y partido político.
4. La relación con la política
Autonomía e
independencia expresan, en substancia, la misma cosa, de manera que no tiene
mucho sentido encabezonarnos en una disputa terminológica. La verdadera
diferencia está, más bien, en el modo con que se conciben los dos campos de lo
social y lo político: si hay una línea divisoria, con relativas esferas
de influencia, o si hay un campo único, el de nuestra vida colectiva común, y
lo social no es un segmento particular de todo sino un modo distinto de mirar
el todo, es un diverso angulo visual a partir del que se interpreta toda la
vida social. De aquí se desprenden dos interpretaciones opuestas de la
autonomía: el espacio de lo social como espacio separado o lo social que
directamente se confronta y choca con la política. Podemos decir: «sindicato
corporativo» o «sindicato general». Por eso nunca he estado de acuerdo con la
fórmula: “cada cual a su oficio”, porque reproduce el antiguo y conservador
principio de que cada cual debe situarse en su lugar, y que la decisión
política no es cosa de todos sino de una esfera reservada a quien dispone de
las competencias necesarias. En esta lógica conservadora, según la cual
la sociedad está conformada por distintos cuerpos funcionales, orientados según
un esquema jerárquico, hay sólamente un espacio para formas corporativas de
representación de los intereses y, en otro aspecto, está el gobierno
tecnocrático de los expertos. Es, precisamente, lo que se está afirmando en
nuestra muy civil y decadente Europa.
¿Entre estos dos
niveles –el social y el político— hay una fosa definitivamente infranqueable?
He hablado de la «alteridad», y con ello estoy seguramente dando la impresión
de cabalgar sobre los humores de la antipolítica. Precisamente por ello me
corresponde, sobre este punto, una aclaración. En línea de principio, la
relación entre sindicato y política siempre está abierta a posibles
convergencias. No sólamente en el escenario del conflicto, sino también
en el de un posible compartir algunos objetivos generales. Cierto, referidos
diversamente, en clave social o política, pero capaces de ofrecer un terreno
común. No tengo ninguna objeción teórica a este planteamiento. Tengo
solamente una objeción práctica, advirtiendo que se refiere esencialmente a la
situación italiana, porque aquí –en nuestra realidad-- la brecha del
discurso social y del discurso político cada vez es más violenta, y la idea de
una normal y convergente división de las tareas aparece totalmente fuera de la
realidad. Temo que no es solo una tendencia italiana sino general; sin
embargo, no excluyo que se puedan dar situaciones totalmente diversas en otros
países o en otros continentes. El testimonio de Carlos Mejía es muy
importante porque nos hace salir de una posición eurocéntrica. No pretendo,
pues, fijar un principio general. Si he forzado las cosas es sólo en consideración
con la realidad italiana donde toda la historia de la izquierda política se ha
discuelto: estamos entrando en un nuevo universo ideológico y simbólico
donde todo se juega en torno a la fascinación del líder, de su decisionismo, en
la irrelevancia de los contenidos programáticos.
La irrupción de
Matteo Renzi, nuevo líder del Patido Democrático, legitimado por un amplísimo
consenso popular, tiene este significado: el fin de un política que interpreta
el conflicto social y la llegado de una política nueva que sólo conocde
las razones de la gobernabilidad, del ejercicio del poder (1). Por eso
hablo de alteridad, porque el sindicato o consigue su autonomía radical o acaba
siendo fagocitado dentro de los mecanismos del poder.
El problema
permanece: ¿es posible romper esta tendencia de la política, es posible
reconstruir un hilo de conexión entre lo social y lo político? Es un tema
crucial al que, en la situación italiana, hoy por hoy no estoy en condiciones
de responder. Sin embargo, es evidente que el conflicto con la política
no es un destino metafísico sino un mensaje necesario para intentar reabrir un
espacio democrático donde tengan plena ciudadanía las razones del mundo del
trabajo. Así pues, permanece abierto el problema del destino de la izquierda,
su posibilidad de renovarse y volver a encontrar sus raices; hoy debo dejar en
suspenso este interrogante. Por otra parte, no tengo suficientes elementos de
conocimiento para juzgar la situación de otros países. Pero creo, por lo que
puedo entender, que con formas diversas y distintos niveles de conflicto está
presente en toda Europa la necesidad de un desafío social a la política, y esto
será un aspecto importante en las próximas elecciones europeos donde se juega
el conflicto entre democracia social y tecnocracia.
5. Eficacia y democracia
He insistido en
el tema de la eficiencia porque es la única medida posible de la acción
sindical, como también de la misma acción política, porque aquí no se trata ni
de la verdad ni de la ética sino sólamente del resultado, de lo que se
corresponde con las relaciones de fuerza. Cuando se dice estrategia, se
habla substancialmente de acumulación de fuerzas sobre diversos terrenos; y
cuando hay fuerza, se puede incluso sobre diversos terrenos, siguiendo a Sun
Tsu, «vencer sin combatir». El concepto de eficacia, que me parece
crucual, debe ser visto en una dimensión ampliada, donde no se trata solo de
resultados económicos inmediatos sino del despliegue de fuerzas más general. Puede
darse una batalla que no se concrete en resultados visibles, pero amplía el
consenso. Puede darse una batalla cultural que oriente las relaciones sobre el
terreno de la hegemonía. Comparto las observaciones que se han hecho sobre este
particular.
Queda un punto
complicado y controvertido: ¿qué relación existe entre eficacia y democracia?
Pienso que entre estos dos planos hay una relación, pero no es en absoluto una
relación simple y lineal. Hay dos fundamentalismos opuestos, ambos engañosos.
De un lado, está el mito decisionista, por el que hay que forzar el curso de
las cosas y sólo se puede hacer renunciando a la lentitud y tortuosidad de la
democracia. Lo que cuenta es la decisión, la iniciativa, el coraje de un
líder que trastorna todos los juegos de una política encerrada en sí misma y
que intenta imponer su propia visión. Por otra parte, está la idea de que la
democracia es la solución de todos los problemas; que se trata de hacer saltar
todas las barreras que impidan el libre ejercicio de una democracia
participativa. La experiencia sindical demuesta que las cosas son bastante más
complicadas. El proceso de decisión es la construcción fatigosa, y
siempre revocable, de una síntesis a diversos niveles de complejidad donde
entran en juego intereses, diversos puntos de vista, diversas subjetividades
políticas. Ni el decisionismo ni el democraticismo resuelven el problema;
es necesario un cruce dentro de las contradicciones y de los conflictos de la
realidad social para situar conjunta y fatigosamente lo que está dividido, para
concretar las posibles etapas de una síntesis, de una unificación de los
objetivos. Este es un proceso siempre abierto y siempre provisional. En
esta tarea, la democracia no es la solución sino un instrumento, un momento
importante de verificación, una ocasión para integrar a todas las personas
interesadas y hacerlas crecer, para mediar no sólo lo inmediato sino las
grandes opciones de perspectiva. Es en el proceso democrático donde toma forma
la posible eficacia de una acción colectiva; ésta no puede depender sólo de un
impulso externo o del mando de un grupo dirigente. La democracia, pues, no es
de por sí una garantía de eficacia, pero es una condición necesaria, porque una
decisión participativa, verificada, contrala desde abajo tiene más
posibilidades de estar en la dirección justa, y sobre todo de suscitar la
movilización de las energías que son necesarias para conseguir
resultados.
6. La experimentación social
Me parece que se
aprecia la idea de que el sindicalista debe ser un «experimentador social».
Ahora se trata de definir mejor el perfil, las competencias, el papel de un
sindicalista de nuevo tipo, que sepa actuar dentro de la materialidad de los
conflictos en la empresa y en el territorio. Con una relación viva con las
personas que intenta representar. Para dar un sentido a la idea de un sindicato de trabajadores, y no
sólo para los trabajadores. En esta nueva
dimensión del quehacer social reaparecen todos los temas que hemos comentado:
las relaciones con la política, la independencia, la democracia como conflicto,
el proyecto. Ahora bien, se trata de situar todas estas premisas teóricas en lo
más vivo de la crisis actual para entender cómo el sindicato pueda ser no el
testimonio impotente de una crisis global sino una fuerza que actúa
concretamente dentro del contexto actual. Esto es posible sólamente si el
sindicato se da un horizonte internacional, porque es sobre esta escala donde
se decide la suerte del mundo. Necesitaríamos preguntarnos con qué declinaciones
y con qué significado puede adquirir vigencia la vieja fórmula «proletarios de
todos los países, uníos», es decir, si es una fórmula abstracta, una utopía o
si puede ser un nuevo programa de acción.
Acabo aquí,
porque me he alejado demasiado de nuestro debate esperando haber aclarado los
puntos más controvertidos. En todo caso os agradezco afectuosamente todass
vuestras observaciones críticas y vuestras aportaciones que me han ayudado a
ver con más claridad los problemas que tenemos delante y con los que el
sindicato se juega su próximo destino.
Traducción JLLB
(1) Cuando
Riccardo Terzi escribió estas conclusiones todavía no había dimitido Enrico
Letta. Nota del traductor)
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