José Luis
López Bulla
La última
entrada de Isidor Boix en el debate “Sindicato y política” me sugiere una nueva
incursión en el tema. A efectos de lo
que me interesa decir a continuación, parece conveniente que el lector acuda a
ese trabajo de Isidor: Nuevas incursiones en las
relaciones entre SINDICATO y POLITICA y revisite el parágrafo que
viene a continuación:
Considero además que hemos abierto un
tema menos tratado y es en qué
consiste y cómo se construye la “ideología” del sindicato, cuestión que va
más allá de la relación entre sindicato y política, o mejor dicho entre el
sindicato y el partido político que se pretende referente del movimiento
obrero.
Porque aunque no tenga partido de
referencia (lo que en mi opinión no es necesario, ni siquiera conveniente), el
sindicato sí precisa construir su propia ideología, que puede ser importada del
ámbito de la política o elaborada desde el ejercicio de su autonomía o
independencia, con elementos “tácticos” o inmediatos, imprescindibles, y otros
“estratégicos” o que lo parecen, y que considero menos imprescindibles. En todo
caso una ideología viva, la del sindicato entendido como un todo, la que
inspira de hecho su práctica diaria y que va más allá de las formulaciones de
sus órganos de dirección, aunque sería conveniente su correspondencia, y en
permanente renovación a través de su vida diaria y su respuesta a los
requerimientos expresos o tácitos del colectivo que representa, la clase
trabajadora. (Fin de la cita de Isidor Boix)
Lo
cierto es que, como he dicho en otras ocasiones, me incomoda la expresión
ideología y, más concretamente, la de «ideología sindical». Tengo tirria a
dicha formulación desde que Marx nos enseñó que «la ideología es la deformación
de la realidad en la mente». Ahora bien, sea como fuere sería necesario que el
mismo Isidor concretara lo que él mismo entiende por «ideología sindical», no
sea que en el fondo estuviéramos en una disputa semántica, meramente
nominalista. En todo caso, utilizaré «praxis»,
la expresión gramsciana. Será
desde ese terreno –del concepto
de «praxis»-- donde intentaré averiguar
“en qué consiste y cómo se construye la
“ideología” del sindicato”, hecha la salvedad de que hemos substituido la
ideología (con o sin comillas) por la praxis, la «praxis sindical». O, lo que
es lo mismo: el programa o propuesta crítica de objetivos y medios, hecho
plausible por el recurso al conocimiento pertinente con la adecuada
organización en su ámbito de aplicación que no es otro que el terreno de lo
social. En esto consistiría la praxis sindical con punto de vista
fundamentado. Pues bien, a lo largo de
este ejercicio de redacción me propongo
averiguar «en qué consiste» y «cómo se construye la praxis sindical». En todo
caso, comoquiera que (me) es imposible escribir diferenciando la una y la otra,
séame permitida la licencia de hablar de ambas simultáneamente.
En un principio fue el movimiento. En los primeros andares del moderno movimiento de los trabajadores (en
los inicios de la revolución industrial), los trabajadores sabían
intuitivamente que sus intereses se confrontaban abruptamente con los del dueño
de las máquinas. Pronto se lo hicieron ver quienes tenían la sartén jurídica
por el mango: Lord Mansfield, presidente del Tribunal Supremo del
Reino Unido, declaró en el último tercio del siglo XVIII que los sindicatos
“son conspiraciones criminales inherentemente y sin necesidad de que sus
miembros lleven a cabo ninguna acción ilegal”. O sea, aquellos primeros movimientos eran ontológicamente
criminales, según este Mansfield. Vale la pena caer en la cuenta de que el
magistrado les está diciendo «ustedes son otra cosa», ustedes son los otros. Es
decir, está constatando la alteridad de esa «conspiración criminal».
Sin embargo, hay que recordar que tan dramática amenaza no pareció
intimidar a aquellos movimientos protosindicales. Estos movimientos partían de
un axioma (es decir, de una proposición clara y evidente que no necesita de una
demostración): la unión hace la fuerza. En resumidas cuentas, de la misma
manera que aprendimos en la escuela que «la línea envolvente es mayor que la
envuelta», nuestros tatarabuelos supieron del primer axioma de su incipiente
movimiento; de ello tenían, seguramente, noticias que les habían llegado de
anteriores acciones colectivas a lo largo de la historia: unidos era la mejor
hipótesis para vencer.
Ahora bien, no bastaba aquella fuerza unida, de carácter esporádico y no
de forma estable, Y aquella praxis tuvo que generar, andando el tiempo, un
postulado, o sea, una proposición que se toma como base de un razonamiento,
cuya verdad se admite sin pruebas, de un razonamiento más completo que el
meramente axiomático. El axioma deja las
cosas en su lugar descansen; el postulado abre las puertas a su desarrollo. O
sea, la ortopraxis tenía que sofisticarse sobre los presupuestos del estar en movimiento. Y, justamente como
lección de vida, aprendieron a golpe de victorias y derrotas que lo esporádico
tenía que transformarse en permanente: la unión hace la fuerza convertida en
organización. De ello pudo extraer Marx sus consecuencias negativas: «Los obreros que no están organizados no disponen de
ningún medio de resistencia eficaz contra esta presión [la presión sobre el
salario medio] constante y repetida. Esto es lo que explica que, en las ramas
en donde los obreros no están organizados, los salarios tienden a bajar
continuamente y a aumentar la cantidad de horas de trabajo» (Marx y Engels, El sindicalismo: teoría, organización,
actividad. I. Editorial Laia, 1976,
Barcelona, página 252). Ahora bien, habrá que decir que Marx no establece en
esta frase una teoría --ni una
«ideología»-- sino la constatación de una lección de vida del resultado de unas
experiencias fácilmente constatables. En resumidas cuentas, es el movimiento
esporádico, espasmódico, ya convertido en permanente (la asociación voluntaria
de los trabajadores) –la praxis con punto de vista fundamentado-- quien ha proporcionado el elemento básico, el
pilar, donde se sustenta el hecho moderno del asociacionismo sindical. Que, con
el paso de los tiempos, fue conformándose como un derecho con rango
constitucional.
Ya
hemos citado la terrible sentencia del magistrado Mansfield. Está señalando la alteridad de esa asociación de
trabajadores antológicamente criminal: una alteridad radicalmente nueva a lo
largo de la historia. En esa alteridad surge del conflicto de intereses que ha
recorrido la historia del movimiento de los trabajadores y del sindicato. Ahora
bien, esa alteridad no conlleva aislamiento del cuadro político e institucional
en una situación dada. De ahí los varios intentos, una vez consolidado el
asociacionismo sindical en las últimas décadas del siglo XIX, de participar en
la fundación de algunos partidos políticos obreros como fue el caso de los
británicos. Tampoco fue una opción ideológica sino pragmática. Cuestión diversa
fue que aquella operación se fue convirtiendo mutatis mutandi en una especie de «servidumbre voluntaria» (en la
acepción que le da a la expresión Étienne de La Boétie ).
Marx, declaró
solemnemente que «En ningún caso los
sindicatos deben estar supeditados a los partidos políticos o puestos bajo su
dependencia; hacerlo sería darle un golpe mortal al socialismo». Tal cual. Se
trata de la respuesta de nuestro barbudo al tesorero de los sindicatos
metalúrgicos de Alemania en la revista Volkstaat, número 17 (1869) en clara
respuesta a lo afirmado por Lassalle, el jefe del Partido socialista alemán:
“el sindicato, en tanto que hecho necesario, debe subordinarse estrecha y
absolutamente al partido” (Der sozial-democrat”, 1869). No era, tampoco, una
pugna ideológica, sino de definir la personalidad del sujeto social y su
relación con el partido político, que Lassalle expresaba en términos de poder.
La batalla, como sabemos, la perdió Marx, y el llassalleanismo se impuso en las
izquierdas socialistas, socialdemócratas y comunistas. El sindicato, así las
cosas, terminó siendo la chica de los recados. Hasta que…
… llegó un momento, contemporáneo a
nuestras generación, en que el movimiento sindical emprendió una nueva
caminata: la de intervenir en aquellas esferas del Estado de bienestar que
tradicionalmente estaban reservadas a los partidos políticos. El razonamiento
de esta nueva caminata era, aproximadamente, el que sigue: debemos defender el
salario social en los ámbitos de la enseñanza, sanidad y todo lo atinente al
Estado de bienestar. Nuevamente era el resultado de la praxis que, desde un
tiempo atrás, se estaba produciendo en el conflicto de intereses. Entiendo que
esta novedad no fue tanto el resultado de una crisis de los partidos políticos
sino de acumulación de praxis por parte del sindicato. O, por decirlo de otra
manera: no fue una construcción ideológica del sindicalismo sino la asunción de
nuevas reivindicaciones y, para más precisión, de carácter cualitativo.
Ahora bien, de esa nueva caminata surgió
una inferencia: el genoma de la alteridad necesitaba una formulación nueva,
radicalmente distinta a la tradicional, es decir, a la de «chica de los
recados». Era la fijación audaz de la «independencia». Era el desarrollo lógico
del viejo postulado. Es, por tanto, desde esa alteridad-independencia de donde
surge la praxis del sindicato. Y de ella
depende su necesaria renovación. Tal vez a ello se refiera Riccardo Terzi
cuando plantea “la necesidad de una nueva generación de cuadros sindicales que
sepan ser «experimentadores sociales», inmersos en la materialidad del trabajo
que cambia y de la sociedad que se reorganiza, con un nivel de gran autonomía”.
La clave, pues, está en la formulación de «experimentadores sociales»: una
clara alusión a la praxis, esta vez, de nuevo estilo.
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