José Luís López Bulla
El sindicato debe tender gradualmente a la autofinanciación.
Lezcano reconoce que «actualmente más del 50% de los ingresos de CC.OO.
proceden de las cuotas de sus afiliados». Lo cual es, en efecto, inquietante. Y
sobre esa preocupación conviene escarbar: ¿el problema está en una afiliación
insuficiente? ¿se encuentra, tal vez, en la desproporción entre recursos que
siempre serán finitos y las cada vez mayores exigencias del sindicalismo, que
parece que sean “infinitas”? ¿o puede que sea en ambas?.
Hemos apostado –y creo que es una apuesta impecable— por un sindicato
general. Lo que, entre otras cosas, quiere decir que no hace distingos
formales entre afiliados y no afiliados. Eso no se puede cambiar, al menos en
el terreno de la negociación colectiva y el conjunto de las prácticas
contractuales porque es el resultado de aceptar el monopolio de la negociación
colectiva, fijado por ley. Pero, simultáneamente, nos encontramos, así las
cosas, en que nuestra limitada capacidad de representación doméstica (el conjunto
afiliativo) tiene que sostener la representatividad de todos los trabajadores.
Es evidente que dicha asimetría nos crea problemas. Pero es en ese estadio
donde estamos y no en otro. No estamos, pues, en un cuadro (que sería
indeseable) donde los convenios colectivos y el conjunto de las prácticas
contractuales afectaran sólo a los afiliados. Más todavía, aceptar esta
situación significaría automáticamente la pérdida del monopolio del poder
contractual erga omnes, de un lado y, de otro, la desaparición
del carácter de sindicato general.
¿Una ley de financiación de los sindicatos es la solución?
Entiendo que no, y quienes me conocen saben que siempre he estado en contra.
Mis motivos siempre fueron, y los mantengo, éstos: los recursos financieros que
vendrían impedirían entrar en la búsqueda de las razones de fondo. A saber, la
baja afiliación al sindicalismo confederal (que no debe confundirse con el
importante nivel de representatividad universal); el, tal
vez, desproporcionado barroquismo de las estructuras; o la obstinación en la
creencia de que las soluciones administrativas (léase la fusión de
federaciones) es una solución.
No comparto la propuesta que ha hecho,
recientemente, mi sindicato, CC.OO., de la necesidad de una ley de
financiación de los sindicatos. Más todavía, pienso que la argumentación
que ha dado el compañero Fernando Lezcano no me parece sostenible: «una ley de
financiación de los sindicatos, al margen de la
Ley de Transparencia, para regular el sistema de
financiación de estas organizaciones a fin de que dejen de estar "siempre
bajo sospecha"».
Pregunto: ¿qué
tiene que ver la necesidad de dicha ley con el hecho de evitar estar
siempre bajo sospecha? Entiendo que, si se me permite la amable
impertinencia, es un paralogismo que no guarda relación con la (probada)
capacidad intelectual de Fernando, cuya maestría conocemos desde hace
muchísimos años. Concreto: Lezcano y su equipo sacaron de la marginalidad a la
Federación de Enseñanza de Cataluña a mediados de los años
ochenta. Más tarde, no menos brillante ha sido (y sigue siendo) su papel al
frente de la secretaría y como portavoz de la
Confederación. De manera
que le es exigible la congruencia entre la propuesta y su justificación. Así es
que yo veo las cosas de otra manera.
Cuando se pide una ley de financiación de los sindicatos
es porque se tienen dificultades financieras. Y cuando se argumenta que es para
evitar el hecho de «estar siempre bajo sospecha» se está enrareciendo el
problema. Un sujeto crítico, que está expresando continuamente su alteridad,
siempre estará sometido a la presión organizada de ser tildado como sospechoso
de tener cosas ocultas por parte de aquellos que se sienten atacados o
vigilados por aquél. Es decir, se trata de meterle en el cajón de la corrupción
a través de los infundios sobre unos inexistentes pecados sindicales que brillantemente
refuta Javier Aristu en el blog de culto, En campo abierto.
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