Nota. Reproduzco el obituario que
publiqué en El Mundo (19.10.2003) sobre Manuel Vázquez Montalbán. Hoy se
cumplen diez años sin Manolo.
Me sentó como un rayo la noticia de
la muerte de Manuel Vázquez Montalbán. La voz trémula que nos dio la noticia
por teléfono no sabía cómo explicarse porque sabía que, al igual que le pasó a
él, nos haría polvo. Cuando acabó de explicarse se me abrieron los ojos como
platos y una especie de raspa de bacalao se me puso en la garganta en una
mezcla de dolor y amargura, mientras no sabía si darle una patada a la puerta o
gritar desaforadamente a todos los puntos cardinales de la ciudad, cubierta de
un cielo gris muy oscuro como si las nubes se pusieran de luto también.
Noto como este primer café amargo
de la mañana, en vez de ayudarme a pasar el rato, me sume en una especie no sé
si de estupor o de 20 arrobas de amargura. Y, sin saber por qué, le pregunto
estúpidamente a Manolo que qué hacías en Bangkok, como si eso aclarara alguna
cosa. Es entonces cuando la memoria me lleva, sin saber por qué, a nuestro
primer encuentro, cuando me llamó para que formara parte de la redacción de una
revista, Arreu, que había puesto en marcha, a mediados de los 70. Y pasa por mi
cabeza un torbellino de recuerdos, de luchas democráticas, de acontecimientos
vividos en compañía, como cuando en puertas de la caída de Pinochet, en
Santiago de Chile, ante las cancelas de la empresa Good Years, repartíamos
octavillas contra la dictadura a miles de trabajadores, cercados todos por un batallón
de milicos. Manolo, poeta, periodista, novelista, ensayista y no sé cuantas
cosas más, compartía piquete democrático de madrugada, echándole una mano a
nuestras buenas amistades de aquellas latitudes. Cuando acabamos nuestra tarea
volvimos a la ciudad en un coche que compartíamos con el pintor Juan Genovés y
un sindicalista chileno. Seguramente para descargar los nervios, Genovés empezó
a cantar La bien pagá, mientras un servidor le hizo el acompañamiento con
palmas sordas; Manolo nos miraba, seguramente analizando la relación entre la
lucha por la libertad y las cantiñas de ayer.
Pero como la vida continúa, me voy
a la habitación de mis amistades, los libros. Allí están casi todos los que ha
escrito Manolo; abro por azar uno de ellos pero sólo veo hileras negras como
resistiéndose a ser leídas porque están de luto riguroso y no quisieran ser
molestadas. Da igual, sé que es en esa página donde aparece una frase, muy de
las suyas: «Los viejos galápagos temen perder lo que ya no aman». Que expresa
su radicalidad democrática, su pasión por la transformación de las cosas y su
potente estética, escrita en uno de los castellanos más bellos que se hayan
escrito. Y no sabiendo qué hacer, mientras el cielo se encapota cada vez más,
cojo un libro de Baroja y lo pongo encima de Los pájaros de Bangkok. Mientras
tanto, trato de recordar su voz queda, sus andares ligeramente bamboleantes y
su sonrisa cálidamente tímida, también su penetrante mirada que denuncia, sin
contemplaciones, injusticias y sufrimientos. Su arma, la razón democrática; su
estilo, el argumento razonado y, si se tercia, el sarcasmo. Para que la raspa
de mi garganta se pase, me pongo a considerar, a guisa de tranquilizante: ¿Y si
nuestro amigo se hubiera ido de visita allá donde pueda estar su colega José
Agustín Goytisolo? Es un consuelo que me doy, como el que quiere retrasar que
no estuvo en Bangkok y sigue paseando por las Ramblas, y va camino de sacarle
la punta al lápiz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.