sábado, 24 de agosto de 2013

LA IDEA DE LA SOLIDARIDAD



Riccardo Terzi*
                  
                                         Primero


El destino de todas las palabras es ser superadas y consumidas por el tiempo, así acaban siendo atrapadas en la banalidad vacía y redundante de la retórica. Por eso, todo nuestro vocabulario debe ser redefinido para restituir a las palabras su fuerza significante y discriminante. Las palabras, así, se han convertido hoy en un campo de batalla donde se decide el sentido que queremos darle a nuestra vida, a nuestro estar en el mundo.

La solidaridad: ¡cuántas veces se usa y abusa de este concepto, como una especie de condimento sentimental que sirve para endulzar la realidad, para neutralizar las contradicciones y las asperezas! Con un pellizco de solidaridad todo se ajusta, todo queda justificado y aceptado finalmente se pierde su verdadero sentido y lo que queda es sólo retórica barata, que se desliza sobre las cosas sin dejar huella alguna. Probemos ahora a explorar el sentido de la solidaridad y sus posibles interpretaciones para entender qué puede significar concretamente en nuestra vida colectiva. 


                                      Segundo


En primer lugar, ¿dentro de qué perímetro puede ser ejercida? Si el perímetro es demasiado estrecho, la solidaridad acaba siendo ahogada dentro de un angosto mecanismo de autodefensa y se convierte, así, no en un gesto de apertura sino en su contrario: en una maniobra de enroque.  Ya se trate de un clan familiar, de una corporación, de una logia masónica o ya de una organización criminal, en todos estos casos hay un rígido límite que separa lo que hay dentro y lo que está fuera, y la solidaridad interna tiene como su inevitable consecuencia la hostilidad hacia todo lo que está fuera de dicho límite. El trato dominante se convierte entonces en una lógica de exclusión. Y esta lógica la encontramos en las más variadas manifestaciones de nuestra vida social, ya que constituye una dialéctica amigo / enemigo, dentro / fuera, porque toda comunidad se fundamenta en el rechazo del otro.  

Así ocurre, por ejemplo, en las las formas de identidad étnica que basan su destino en una presunta pureza originaria, y que por ello están siempre en guerra con todo lo que, desde el exterior, puede perturbar esa identidad profunda y obscurecer sus raíces culturales o religiosas, imaginarias con frecuencia y provinentes del mito. El leguismo [el autor se refiere al partido de la Lega Nord, N. del T.] ha ofrecido al Norte este modelo de solidaridad, donde la intolerancia de matriz racista no es una desviación sino una componente esencial que da coherencia y vitalidad a todo un modo de pensar, ya que es la misma comunidad la que se define a partir de la identificación del  enemigo.  Sin embargo, este mismo discurso vale para todos los nacionalismos, y si la retórica separatista la sustituimos por la retórica patriótica no habremos cambiado sustancialmente nuestro esquema mental.

Ahora bien, ¿hasta dónde se puede alargar el perímetro de la solidaridad? ¿La respuesta a la cerrazón y a la intelorencia es el universalismo, la idea de una solidaridad sin límites?  Todos estamos llamados a responder positivamente a este interrogante y sentir profundamente el valor de las instancias universalistas, pero debemos advertir que incluso en esta noble tensión ética hay una trampa, un vacío de la solidaridad como práctica real. Si el límite se amplía desmesuradamente acaba siendo abstracta, teórica, porque ya no tiene un objeto concreto y visible al cual dirigirse. Ya no existe “el próximo” sino solamente una lejana nebulosa que no interfiere directamente en nuestra vida. 

Puede ser útil releer algunos momentos del Zibaldone, de Giacomo Leopardi, allí donde el autor ironiza sobre la fábula del amor universal, que aparece como la excusa ideológica, como sostén de la conducta egoista ya que el amor a todos equivale al amor a nadie. El universalismo, así, corre el riesgo de ser una táctica oportunista  para tranquilizar la conciencia sin poner verdaderamente en discusión las estrcuturas sociales existentes y el propio estilo de vida.   

Para Leopardi, que soñaba una posible emancipación de Italia tras una larga decadencia, la nación era el lugar de la solidaridad. Hoy podemos y debemos mirar más allá, porque hemos entrado en la época de la globalización, y todas las identidades tradicionales han sido sometidas a discusión. Pero sigue siendo válida, a mi juicio, su advertencia: el universalismo puede ser finalmente la sublimación de la indiferencia.  

Nos sentimos «ciudadanos del mundo» sin sentir ningún víncolo específico de pertenencia, pero la entrada en esta dimensión commopolíta alargada tiene el efecto de reconocernos en nuestra personal vida individual y de disolver todos los vínculos sociales. Y si miramos bien la realidad, ésta es hoy la trayectoria prevalente, con la solidaridad que se degrada en tanto que retórica, como exhibición moralizante sin que haya un análisis profundo de las contradicciones de nuestro tiempo. Es el fenómeno que el Papa Francisco llama la «globalización de la indiferencia».

Hoy, frente a un mundo cada vez más integrado, el punto de vista de Leopardi ha sido superado y se puede intentar actuar en un horizonte más amplio.  La idea de solidaridad  debe ser repensada y redefinida a la luz de los nuevos procesos globales. Sin embargo, es esencial, en mi opinión, mantener toda la concreción de su impacto en la realidad; es decir, mantener el sentido de “proximidad” a quienes se dirige. Desde este punto de vista, tiene un valor emblemático el fenómeno de la inmigración ya que en él están juntos el universalismo y la proximidad, y ello nos habla al mismo tiempo del mundo y de nuestra vida concreta asociativa.  Es precisamente ahí, sobre ese terreno determinado, donde vemos la insuficiencia, si no el fracaso, de las teorías universalistas abstractas. Porque en la realidad se ha abierto un sin fín de contradicciones, sociales y culturales, que no puede ser afrontado sólo con los recursos de la ética y con la reclamación de derechos, sino que exige estrategias políticas y capacidad de gobierno y regulación de los procesos. Hasta ahora no ha habido soldadura alguna entre el discurso ético y el discurso político. Y sobre la inmigración asistimos a una continua oscilación desde el enfoque moralizante al más cínico realismo. Esto es, hoy, el más desafiante banco de prueba sobre el que se mide en lo concreto la idea de la solidaridad.      

   Europa puede ser el nuevo horizonte donde construir una nueva solidaridad entre los pueblos, poniendo fin a la larga y trágica situación de las guerras y de los conflictos nacionales. Pero el dominio tecnocrático, que caracteriza todas las instituciones europeas se ha movido, hasta ahora, en la dirección opuesta. La Europa de hoy no es el lugar de una pertenencia común ya que está dominada por una restrigida oligarquía de poderes que impone su lógica exclusiva –contraria a las razones de la solidaridad--  como se ha visto visiblemente en el dramático caso de Grecia; y como puede verse en otros países, si no cambia el paradigma de gobierno de las instituciones europeas. 

Pero, volviendo a la cuestión del perímetro, no me parece posible una respuesta unívoca. Debe haber un impulso incluyente y universalizante. Sin embargo, es necesario tener los pies en la tierra y pensar la solidaridad no como una teoría sino como práctica real. Lo que es esencial es el espíritu de apertura, de no exclusión, e impedir de esa manera cristalizaciones, cerrazones y lógicas de secta. La solidaridad parte de lo vivido concretamente y al mismo tiempo debe esforzarse para alargar su campo de acción. Es este equilibrio cotidiano, de particular y universal, lo que debemos saber hacer.   
                                       Tercero


La segunda gran cuestión es la relación entre las causas y los efectos. Si la solidaridad es un modo de hacerse cargo de las situaciones del sufrimiento ¿en qué nivel intervenimos  sobre las razones estructurales de este sufrimiento o sobre su inmediatez existencial? Aquí tenemos una histórica línea divisoria entre la tradición socialista y la cristiana.  El socialismo se ha ocupado de las causas; la religión cristiana lo ha hecho sobre los efectos. Pero esta dicotomía tiene un sentido, ¿es una brecha, o se trata más bien de integrar estos dos puntos de vista? El acento unliteral sobre las causas deja totalmente abierto un territorio de necesidades, de sufrimientos, de derechos que reclaman una determinada forma inmediata de reconocimiento. Por otra parte, el acento unilateral sobre los efectos acaba por descuidar totalmente los mecanismos sociales que producen las situaciones de sufrimiento y, entonces, la más noble acción de solidaridad queda confinada en un espacio estrecho y no tiene la fuerza de proyectar una línea de cambio.     

Cada una de estas dos opciones es de, por sí, incompleta y parcial, y sólo en la integración de ambas –pero no opuestos puntos de observación--  se puede conseguir un suficiente nivel de eficacia. Causas y efectos son dos aspectos conectados, entrelazados y su separación es siempre un acto arbitrario. Si sólo nos ocupamos de un aspecto no nos ocupamos del todo: de la totalidad de la condición humana.    

Es esencial que estas diversas instancias se puedan encontrar y producir una síntesis positiva. No es cuestión de doctrina o ideología, sino de convergencia práctica, de eficacia de la acción, con una intervención multilateral que sea capaz de unir los diversas aspectos de la realidad: el presente y el futuro, lo inmediato y la perspectiva en un cuadro unitario de pensamiento y acción.   

La solidaridad conoce una pluralidad de formas, de recorridos y de sujetos a quienes dirigirse, porque se ocupa del archipiélago del sufrimiento humano que tiene infinitos matices que afecta en su integridad y complejidad a la vida concreta de las personas en sus aspectos físicos, económicos, relacionales, materiales y espirituales.  Así pues, ¿hacia dónde debe orientarse prioritariamente la solidaridad? No existe, no puede existir, ningúna escala jerárquica y cada uno es libre de elegir su particular campo de intervención, sabiendo que es sólo un segmento, un fragmento de realidad, pero sabiendo también que en ese fragmento está en juego la totalidad de la persona. Nos podemos ocupar de enfermos terminales, de tóxicosdependientes, de presos, de inmigrantes, de los sin techo, de enfermos mentales y, así, hasta el infinito.  Todo ello confluye en el gran río colectivo de la solidaridad.     

Lo que unifica todas estas diversas trayectorias es la idea de persona, el valor de su autonomía y dignidad. Si se mira bien, en todas las situaciones de sufrimiento se trata de reconstruir las condiciones de autonomía para una vida libremente elegida y no dominada por potencias externas. En esto consiste la dignidad en la que insiste en numerosos pasajes nuestra Constitución.

“Autonomía” es la palabra clave, porque significa poder proyectar la propia vida y aligerar, dentro de lo posible, todo el peso de los condicionamientos de los vínculos y de las imposiciones autoritarias. La persona, y no la clase, es el sujeto de la solidaridad, no porque el concepto de clase haya perdido significado, como algunos sostienen, sino porque aquí se trata de la condición humana en sus aspectos más generales y la pertenencia de clase es sólo una de las componentes de esta condición importante, pero no exhaustiva. 

Sin embargo, queda como esencial la cuestión del trabajo, porque –a pesar de todas las transformaciones--  el trabajo es el elemento estructurante de lo que constituye la identidad de la persona.  Y del trabajo no sólo debemos ocuparnos de sus aspectos cuantitativos sino, sobre todo, de la calidad de vida que en ello está en juego.  No basta con crear trabajo, hay que ver cómo el continente del trabajo puede ser liberado de tantas formas de opresión, de dominio autoritario que oponen trabajo y autonomía de la persona.  Es el clásico tema de la alienación, de la que se han ocupado filósofos, que hoy no parecen interesar a nadie –ni siquiera a la izquierda--  porque el mercado se ha situado en el centro y no la persona. Si corregimos el punto de mira, considerando que el mercado debe ser una institución que debe ser regulada en función de las necesidades, se abre un vasto territorio de reproyectación social, y en este trabajo la solidaridad adquiere todo su significado, recuperando la socialidad de nuestra convivencia y la dignidad de la persona.   


                                                  Cuarto

A mi juicio, en la práctica de la solidaridad no hay ningún valor de principio en la contraposición entre público y prvado que es sólo la prolongación de una antigua disputa ideológica que hoy está privada de significado. Lo público no es, de por sí, una garantía de respeto de los derechos fundamentales; lo privado no puede identificarse con los negocios (affarismo) especulativo. En entrambos campos pueden haber diversas soluciones, diversos terrenos, y es necesaria una valoración cualitativa con una posición de severidad crítica, sin condenas o obsoluciones apriorísticas.

Como dice el principio constitucional de la subsidiaridad, público y privado, pueden integrar y, conjuntamente, concurrir a la realización del bien común. Es necesaria una garantía pública en lo atinente a los derechos fundamentales y, al mismo tiempo, es un espacio muy amplio que puede cubrirse por la libre iniciativa social, valorizando todas las redes del asociacionismo y del voluntariado.   

La solidaridad es la capacidad de entrar en relación con las áreas del sufrimiento, y esta es una demanda que se refiere a todas las formas de la iniciativa social, pública y privada, valorando las diversas iniciativas con el metro exclusivo de las necesidades humanas que reclaman su reconocimiento. En este campo es perjudicial que todo se oriente al Estado como al mercado, porque la sociedad es donde puede tomar formas concretas proyectos de sociabilidad y solidaridad; el sindicato es uno de los posibles protagonistas de este trabajo social, uniendo trabajo y ciudadanía, empresa y territorio, derechos sociales y derechos civiles.

                                      
                                            Quinto


¿Qué relación existe entre solidaridad y justicia? Pienso que deberían diferenciarse netamente, porque la justicia es una dimensión de la política, mientras que la solidaridad es una dimensión de lo humano, y ella –como dice la doctrina de la Iglesia Católica--  excede a la justicia, va más allá de las normas jurídicas que regulan un determinado sistema social. La justicia se traduce en la igualdad de la norma que tiene un alcance indefinido de situaciones individuales y posee siempre un carácter coercitivo, unificante que no puede ocuparse de un sujeto particular sino sólamente a lo general.  La justicia es abstracta, la solidaridad es concreta.  El caso más visible de esta dicotomía es el de la situación carcelaria que, por un lado, es la justicia en acto, es la situación de la ley, pero es también un lugar de sufrimiento que tiene necesidad de ser frecuentado por gestos de solidaridad. Así que es un territorio humano que todavía está sin cubrir por la acción política, incluso la más justa y progresista; es un territorio inexplorado e intersticial donde está en juego la experiencia existencial de la persona, que representa siempre una desviación, un residuo, un movimiento que se desmarca de todo lo que está bajo el dominio de lo político y de lo jurídico. La solidaridad se ocupa de estos intersticios, sabiendo que ellos no son un residuo secundario, sino solamente el lugar donde se decida la calidad concreta de la vida.    


                                       Sexto


En este aspecto no podemos evitar la pregunta que es verdaderamente crucial y desafiante para cada uno de nosotros:  ¿en qué medida la solidaridad estructura nuestra vida, constituye la trama y la forma, en qué medida estamos dispuestos a hacernos guiar coherentemente por una norma de solidaridad?  El Papa Francisco ha hablado de los «cristianos de salón», cuya religiosidad es sólo formal, conformista, y cuya vida real no está presidida por la fe, sino sólamente por la conveniencia.  Es un examen de conciencia que debería valer para todos (cristianos o no) porque este residuo entre valores predicados y comportamientos reales tiende siempre a reproducirse y, con frecuencia, ocurre que no se tiene conciencia de esta contradicción.  Así que es esencial el discurso sobre los estilos de vida. Y este discurso tiene mucho que ver con la crisis actual de la representación. Porque la relación entre representantes y representados puede funcionar solamente si hay una ligazón auténtica, una comunión de valores y de vida, y la relación de confianza entra en crisis si hay una distancia, una ajenidad, si la política se presenta con la faz de la casta, del privilegio y del oportunismo.     

En una sociedad que tiende a estar regulada sólo por la lógica competitiva, donde cada cual se afirma a costa del otro, donde sólo el éxito es la vara de medir la valoración de la persona, la solidaridad –si se toma en serio—representa el hundimiento de esta lógica. Es el movimiento con el que, individual y colectivamente, nos liberamos de la lógica competitiva y entramos en un horizonte diferente, donde el centro ya no es el yo narcisista sino el sentido de la sociabilidad, con la condición, naturalmente, de que no se trate de un cambio de fachada, de apariencias, sino la condición de nuestras opciones de vida.  Este es el desafío que debemos responder. ¿Hasta dónde estamos dispuestos a meternos en esa apuesta?  El punto central de todo este discurso es que el yo se realiza en la relación con el otro, rompiendo así la tesis de la Thatcher que dice que sólo existen los individuos, no la sociedad. La solidaridad vive en la proximidad, en el trabajo cotidiano de relaciones con el otro y de constitución de una nueva sociabilidad. No se agota en la excepcionalidad de una emergencia o en el gesto exterior, sino que es real sólo cuando se convierte en una fuerza vital. Y todo ello exige también un importante desafío interior para liberarnos de todas las infinitas escorias morales y sociales que contaminan nuestra vida.   

                                                                           
     * Riccardo Terzi es miembro de la dirección del Sindacato de Pensionati Italiani (Spi – Cgil)


Traducción de Carlos Tebaldi (Escuela de Traductores de Parapanda)                                                        

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