Javier Tébar, profesor de
Historia del Trabajo, tercia en la conversación que nos traemos Paco Rodíguez
de Lecea y un servidor sobre el libro LA CIUDAD DEL
TRABAJO (BRUNO TRENTIN)
José Luis y Paco,
os envío una “interferencia”
para vuestro continuado y sugerente carteo electrónico (vaya por delante que os
felicito por el género epistolar que habéis puesto en marcha) en forma de
diálogos conectados con la traducción al castellano del libro de Bruno Trentin
“La ciudad del trabajo, izquierda y crisis del fordismo”.
El trabajo asalariado nace
con la “razón productivista” del siglo XVIII, cuando las nociones de producción
y trabajo se reforzaron mutuamente, concebidas ambas desde un punto de vista
utilitarista, para ofrecer una representación del “progreso” lineal y
ascendente de las sociedades en sucesivas etapas evolutivas, que a finales del
siglo XIX tuvo un nuevo desplazamiento conceptual dado por la hegemonía de un
nuevo factor de producción, el capital, hasta entonces útil colaborador de los
otros dos: la tierra y el trabajo. Sabemos, pero no antes de hoy, que aquella
fue -cuando no lo es todavía hoy en determinados discursos- una promesa
incumplida, imposible de hacer efectiva.
Las diferentes variantes de
las ideologías del “progreso”, así concebidas, quebraron de manera definitiva
en la segunda mitad del siglo XX. Durante los pasados años setenta
–cuando se dio el arranque de lo que Josep Fontana ha calificado como la “gran
divergencia”, entendida en términos de desigualdad social en el mundo- se
produjo la “desestandarización” del trabajo y la implantación de las
estrategias individuales frente a las colectivas por parte de los asalariados.
El fenómeno del paro masivo y la desocupación hizo presencia en las sociedades
del pleno empleo occidentales, un fenómeno nacido del pacto social de
posguerra. En las sociedades occidentales aquello estuvo acompañado de la
progresiva alteración, cuando no “invisibilidad”, de lo que se denominó durante
las anteriores décadas el “mundo obrero” en sus diferentes expresiones.
Al mismo tiempo, tuvo lugar
una continuada pérdida del valor socialmente reconocido al trabajo -entendido
siempre, claro, como “trabajo asalariado”-, un debilitamiento de los vínculos
sociales que estableció y de su centralidad social y política. Durante esta
etapa se produjeron cambios culturales de largo alcance y, por supuesto,
también de orden político como resultado de la globalización de la economía a
partir de los presupuestos ideológicos del credo neoliberal rampante a lo largo
de los últimos treinta años. Es decir, durante la etapa de tránsito hacia un
modelo “postfordista” de las economías que ha provocado no sólo la
fragmentación social sino que cambiando el lugar de la clase trabajadora en la
política y de su relación con ella. Se hizo presente la cuestión de la
progresiva, y aparentemente “extraña”, evanescencia de una identidad colectiva
vinculada a la izquierda europea que había venido protagonizando la dinámica sociopolítica
desde 1920 hasta como mínimo los pasados años ochenta. Posteriormente, las
razones tradicionales para la solidaridad con la causa obrera se vieron
alteradas, manifestándose la ruptura con lealtades manifestadas con
anterioridad, y provocando efectos nuevos tanto en los partidos de la izquierda
como en el terreno del sindicalismo.
En definitiva, la “ciudad
del trabajo” cambió radicalmente en muchos aspectos como insistió Trentin,
entre otros. Pero quiero destacar aquí uno de esos cambios: “la falta de
trabajo en la ciudad”. Esta es la “interferencia” que os proponía para
preguntarse qué hacer ante una ciudad donde el trabajo asalariado es un bien
escaso, donde los parados constituyen cada vez
más una cifra escalofriante –a menudo sólo una cifra que aparece como una mala
noticia diaria- difundida con efectos diversos: desde el miedo a la pérdida del
empleo, la formación del “ejército de reserva” de mano de obra, hasta el
utilitarismo que argumenta reformas de lo que queda de “mercado laboral” con
tutelas para reequilibrar la posición de quien demanda y oferta trabajo.
A los parados -aquellos que
carecen de empleo y, por tanto, de salario- no les falta trabajo, lo que les
falta es dinero y les sobra tiempo, eso sí, si consiguen no quedar desbordados
por los “cursos de reinserción” en la vida social y las cada vez más exigentes
normas burocráticas que gestionan las prestaciones que reciben (vale la pena
ver Ulrich Beck, Un nuevo mundo feliz: La precariedad del trabajo en la era
de la globalización. Paidos, 2000). Estas mismas palabras eran
recogidas en el manifiesto del movimiento de los “Parados Felices” berlineses,
allá por el año 1996, cuando se aseguraba que trescientos años antes los
campesinos observaban con envidia el castillo del príncipe, sintiéndose
-justamente- excluidos de su riqueza y de su corte de artistas, al mismo tiempo
se preguntaba “¿Quién envidia el estrés del manager? ¿Quién desea llenarse la
cabeza de cifras insensatas, de besar a las rubias teñidas que tienen por
secretarias, de beber sus vinos Burdeos adulterados y de morir de un infarto?
(…)”. La respuesta era retórica, claro. Sin embargo, tampoco debería ser una
respuesta optimista en extremo. El reality show es un contagio y como en la
sociedad, en la empresa no sólo la desplaza, sino que crea “realidad”. Las
ficciones contables y la simulación del trabajo –hacer el papel que durante
unas horas se le va a pagar, se está dispuesto a pagarle- comienzan a ser un
grifo abierto que todo lo encharca (una buena metáfora es la novela, valiente,
de Isaac Rosa, La mano invisible). Si la integración en la sociedad es
con unos valores del trabajo que enajenan a los individuos, deberíamos romper
con ellos y aspirar a otra forma de integración, como apuntaba el manifiesto de
los parados alemanes. Porque la crisis del fordismo lo es también de la crisis
no asumida de la razón productivista del trabajo.
Lo que os propongo es una
breve reflexión con la que introducir algún aspecto sobre el valor o los
valores del trabajo, que es probable que os planteé un cierto desenfoque para
vuestro animado debate o, quién sabe, tal vez no sea así.
Querido Javier, te agradezco
tu atención y el elogio. Más todavía, te animo –seguro que Paco estará de
acuerdo-- a seguir “interfiriendo” en estas conversaciones que también,
si quieres, pueden ser tuyas. Por mi parte estoy encantado de que nos propongas
hablar sobre el valor o los valores del trabajo. De modo que,
desparpajadamente, te digo: “tú, que eres joven, abre el melón, digo el
debate”. Lo que sí afirmo es que, tratando de tan importante tema, no se
introduce ningún desenfoque en nuestro carteo. Es más, en toda la polémica de
Trentin con los sabihondos (saccenti) y con los sumos sacerdotes de su
partido hay un telón de fondo: el valor o los valores del trabajo. Y, para
acumular bibliografía, por ahí debes tener –yo lo tengo en la estantería de
gente inquietante— el libro de Robert Castel, Las metamorfosis de la
cuestión social. Una crónica del salariado, Paidós, 1997. Como decía la vieja canción
obrera: Ánimo, pues. Y abre el fuego.
No te escondo las
dificultades que vamos a tener en esa conversación. Porque vamos a hablar de
los valores del trabajo realmente existente en estos nuestros días. O, por
mejor decir, de los valores de los trabajos donde coexisten la mayor
diversificación que se haya dado en la historia del trabajo asalariado. Desde
luego, procuraremos evitar la traducción a lo actual de los valores de
antaño, sería un mal camino. Me pregunto por dónde empezar. ¿A través de una
acupuntura de todas las diversidades del trabajo y, posteriormente, de cómo se
expresan en la condición asalariada que cambia? Menudo jardín en el que nos
metes, querido Javier. Sobre todo porque Paco y un servidor somos ahora del
cuerpo de intendencia. Así es que, si te parece, recurramos también a nuestro
Ramon Alós que es del cuerpo de artillería y no le asustan estas casamatas. Saludos casi veraniegos, JL
Habla Paco Rodríguez de
Lecea
Querido Javier, más que una
interferencia me parece que planteas un debate de fondo morrocotudo. “Si la
integración en la sociedad es con unos valores del trabajo que enajenan a los
individuos, deberíamos romper con ellos y aspirar a otra forma de integración”,
dicen los Parados Felices. El argumento no se refiere a una coyuntura concreta,
de escasez de trabajo: es casi ontológico. Marx ya señaló que el trabajo
heterodirigido, subalterno, parcelado, mecanizado, enajena. Pero también él
señaló que el trabajo es la única vía de emancipación y de autorrealización de
una humanidad enajenada.
Pienso que el valor
‘político’ del trabajo es ese. Está en el centro de la sociedad. Desde el
principio mismo de la historia, la sociedad se ha estructurado a través de la
división del trabajo. Esclavismo, feudalismo, capitalismo, socialismo, anarquía
(utilizo este concepto con un respeto profundo, no con el sentido despectivo
que ha adquirido en el palabreo habitual de los políticos) son formas de
estructuración social a partir de una determinada organización del trabajo.
Sé que con ese argumento no
respondo al debate que propones. Pero como dice José Luis, tú estás mucho mejor
pertrechado que nosotros para abrir el fuego sobre la valoración del trabajo
asalariado en estos momentos del siglo XXI y con la que está cayendo, como
suele decirse. Un abrazo, Paco
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