viernes, 9 de marzo de 2012

EL SINDICATO EN LA SITUACIÓN ACTUAL




Miquel A. Falguera i Baró. Magistrado de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña.


Pocas dudas quedan ya --después del desconcierto inicial-- sobre los motivos últimos del R Decreto-Ley 3/2012. Y, obviamente, no se trata del empleo: la ineficacia de esa norma a dichos efectos la comprende hasta un impúber. La ocupación, en realidad, se ha usado como la gran excusa para acabar de imponer un sistema de relaciones laborales que desarbola -¿definitivamente?- el modelo surgido en la configuración del Estado del Bienestar y consagrado en las Constituciones europeas.

Se trata, claramente, de favorecer en forma descarada la capacidad de decisión unilateral del empresario en el contrato de trabajo, en detrimento de la negociación colectiva y del poder del sindicato (disposición del contenido del convenio a través de un arbitraje forzoso –de dudosa constitucionalidad-, nuevo régimen de las modificaciones sustanciales de las condiciones de trabajo, menor capacidad de los jueces de control de los despidos, desaparición de la autorización administrativa en los ERES, etc.). Y, se trata, además, de proseguir en la tendencia hacia la redistribución negativa de rentas (menores costes de despido, desaparición de la ultractividad, posibilidad de convenios de empresa no controlados por los ámbitos sectoriales, nueva regulación de los contratos de aprendizaje, etc) En definitiva, lo que se pretende es disminuir sensiblemente las exigencias constitucionales de igualdad sustantiva -–y de los agentes sociales y los instrumentos jurídicos necesarios para ello--, que aparecieron en las constituciones modernas por el temor al “peligro rojo” en la postguerra. Por tanto, el fin último de la nueva norma es nítidamente ideológico –el neoliberalismo- y nada tiene que ver con el empleo.

No deja de ser significativo, en ese sentido, que cuando estalló la crisis –y va para cuatro años- todo el mundo comprendió que su origen se hallaba, precisamente, en esas políticas neoliberales de desigualdad. Se alzaron entonces algunas voces reclamando la “refundación del capitalismo” y mayores regulaciones. ¡Qué poco duraron esas reflexiones!. Los poderosos siguieron exigiendo más que nunca que les devolvieran el trozo del pastel (junto con los intereses correspondientes) que habían tenido que soltar en su día por el peligro revolucionario. “Cautivo y desarmado el ejército rojo”, ningún sentido tenía ya para ellos seguir pagando prestaciones sociales para los menos favorecidos y seguir manteniendo el pacto welfariano de distribución de rentas, de poderes y de participación casi codecisoria en la fijación de las condiciones de trabajo. La nueva regulación laboral obedece nítidamente a esta tendencia.

Por eso he calificado al RDL 3/2012 en otro artículo coetáneo a estas líneas como un “golpe de estado constitucional”. Ya sé, como me indica José Luís López Bulla, que eso suena como un oxímoron. Pero cabrá recordar que con esa expresión política se intenta definir el punch legal de determinados sectores que muta sensiblemente los valores y el ordenamiento social, sin cambiar aparentemente el marco constitucional.

De esta forma, tras la reforma laboral, el papel central de la negociación colectiva y su eficacia vinculante decae (art. 37.1 CE). El juego de fuerzas en la empresa se ve muy sensiblemente alterado a favor de los poderosos –lo que parece ir en contra del mandato constitucional de avance hacia la igualdad efectiva del art. 9.2 CE-. Y, lo que es más significativo, el papel privilegiado del sindicato (artículo 7 CE) en la configuración del modelo social se atenúa, si no, desaparece. No ha hecho falta modificar la Carta Magna (al menos, de momento), pero es obvio que el panorama que aparece ahora dista mucho del mapa en su día diseñado por aquélla y votado por los ciudadanos y aplicado por jueces y tribunales hasta la fecha. Y, como dije en una entrada anterior de este blog, EFECTIVAMENTE, UNA AGRESIÓN ESTA REFORMA LABORAL, lo peor es que de aquí a poco tiempo querrán más – ya están reclamando una Ley de Huelga, mientras día sí, día también se desprestigia pública y alevemente al sindicato-. De nuevo se impondrá el chantaje al ciudadano: “la reforma del 2012 no ha sido útil para crear empleo”, nos dirán: “hay que seguir aún más por ese camino”. No será la última, ha dicho el presidente de la CEOE.

En esa tesitura me parece que un evidente efecto de la nueva regulación –junto con la tendencia de recortes sociales, otra cara de la misma moneda- va a ser en plazo relativamente breve un notorio impacto sobre la paz social. Cabrá recordar que, a diferencia de las convulsas dos medias centurias de fines del siglo XIX y principios del XX, el pacto social welfariano comportó una  (relativa) “Pax augusta” en la exteriorización del conflicto social, que, lógicamente, se basaba en una más justa redistribución de rentas y de poderes. El retorno de propietarismo y la implantación del neodarwinismo social neoliberales van a tener efectos aún más devastadores en la igualdad y ello generará un obvio incremento del conflicto.

Y ése es un escenario previsible tras el RDL 3/2012. Así, por ejemplo, se afirma sin recato en su Exposición de Motivos (Exposición de Motivos que es el discurso político neoliberal más obsceno jamás publicado en el BOE… algunos dicen que porque esa es la parte que leerán los “mercados”) que se suprime la autorización administrativa de los expedientes de regulación de empleo porque por esa vía se conseguían por los trabajadores indemnizaciones  “por encima de la legalmente prevista para este despido“. A lo que cabe añadir que en una parte muy significativa las amortizaciones por la actual crisis se han efectuado hasta ahora a través del denominado “despido exprés”, es decir, sin salarios de tramitación pero con la indemnización máxima, que ahora desaparece, mientras se suprimen salarios de tramitación y se reduce significativamente la indemnización por despido.

Pues bien, me parece razonable llegar a la conclusión que hasta ahora la relativa paz en la tramitación de un expediente de regulación de empleo y en los procesos de reestructuración de empresas en general se obtenía a cambio de mayores indemnizaciones. La famosa frase: “vale, yo me voy pero con el máximo de pasta”. Ahora eso no será así. Item más: desaparece la presión de la Administración a fin de que la empresa opte por medidas no tan traumáticas como las extinciones de contratos (reducciones de jornada, suspensiones contractuales, modificaciones contractuales o traslados), lo que presumiblemente comportará más despidos. El modelo “pasta por paz social” parece haber pasado a la historia, si se tienen en cuenta tanto la referida desaparición de la intervención administrativa, como el menor coste del despido y las amplias competencias decisorias de los empleadores. Es, por tanto, altamente previsible que los despidos colectivos vayan ahora acompañados de fuertes conflictos.

A conclusiones similares cabrá llegar en relación a otros aspectos, como la capacidad del empleador de descolgarse de prácticamente todas las condiciones contractuales del convenio, la mayor facilidad para suscribir convenios de empresa, el incremento de la posibilidad de modificar  condiciones establecidas en acuerdos y pactos de empresa, etc. La indignación y el malestar de las personas asalariadas se va a incrementar.

Ese aumento de la conflictividad va a significar un presumible colapso de la jurisdicción social, con el agravante de que hace apenas unos meses el ámbito de competencias de la misma se ha visto notablemente incrementado tras la nueva Ley Reguladora de la Jurisdicción Social, sin que en paralelo se haya incrementado el número de magistrados de dicho orden jurisdiccional. Si hasta ahora –aún y con la crisis- la rapidez solutoria de los conflictos sociales era realmente razonable en España, parece lógico colegir que un futuro inmediato el número de asuntos se va a incrementar exponencialmente, lo que causará inevitables demoras y dilaciones –que no harán otra cosa que enturbiar más la situación conflictiva-. Y, aunque ese escenario tiene obvias consecuencias económicas y de productividad –amén de afectación al ejercicio del derecho a la tutela judicial efectiva- ello no parece afectar en demasía a los teóricos economicistas neoliberales, más preocupados, como siempre, en el coste de los salarios.

Sin embargo, lo que realmente me azora en ese negro futuro no ése aspecto jurisdiccional, aunque me afecte directamente. Lo que me preocupa es la posición del sindicato en ese nuevo y previsible paradigma. En efecto, cabrá recordar que el sindicato era, en el modelo welfariano, también un agente de paz social. El modelo del sindicalismo-conflicto (por su alternatividad en el poder de la empresa) pasó hace años a la historia, al ser sustituido por el sindicato como agente de negociación y participación en la empresa y del sindicato como agente de concertación frente al Gobierno. La cultura del sindicalismo en los últimos sesenta años --un poco menos aquí, por la anomalía del franquismo-- ha sido la de la intermediación entre los poderes públicos y empresariales y los trabajadores. Ciertamente, representaba a éstos y se constituía en su voz, pero, a la vez, el sindicato era también un dique ante el conflicto latente de la situación de dependencia y un freno al movimientismo desestructurado. El sindicato, por tanto, mediaba en el conflicto social, a fin de obtener ganancias –-o soluciones menos malas, en función de doña Correlación de Fuerzas-- para sus representados. Por tanto, su fin último, su lógica, su cultura, era la de la negociación, de tal forma que el conflicto no era más que un instrumento para dichos fines. Una forma de presión para mantener el estatus quo de fuerzas imperante.

Sin embargo, ese elemento de contención del conflicto tenía una clara contrapartida: el sindicato era un sujeto constitucional altamente legitimado, con una fuerza significativa, con capacidades legales de canalización del conflicto. Así, en la empresa, como en las mesas de negociación de convenios y de concertación con los poderes públicos. Y sobre ese papel, sin duda relevante y eje central de los modelos constitucionales post-Weimar, se ha construido buena parte de la cultura del sindicato en los últimos decenios (es decir, su forma de pensar, su estructura, sus valores y sus cuadros dirigentes)

Aunque yo era muy joven aún recuerdo el cambio –y las divergencias- que supuso en su día el pase del sindicato-conflicto forjado en las Comisiones Obreras del franquismo al sindicato-negociación del modelo constitucional. Sin embargo, en esa tesitura la novación cultural fue relativamente simple, por un obvio motivo: las conquistas obtenidas por los trabajadores en general. Aunque existieran sectores que quedaran fuera de esa tendencia positiva, resultó evidente que los asalariados, como colectivo, fueron los grandes beneficiados del nuevo modelo de fuerzas que el originario diseño constitucional comportó. Y aunque ciertamente existieron movimientos al margen del sindicato, su importancia en términos temporales- –más allá de alguna situación puntual o algún sector- ha sido irrelevante. El interés colectivo prevaleció sobre el de las minorías. Y era lógico que así fuese.

Sin embargo, esta cultura compositiva se sustentaba, como he dicho, en el “quid pro quo” de las competencias que el Estado reconocía al sindicato, especialmente a los llamados “más representativos”. Pero es aquí donde incide el RDL 3/2012: en la medida en que “degrada” el papel del sindicato en la empresa frente al empleador, le encorseta su capacidad de control de las condiciones contractuales y de la igualdad en el colectivo asalariado a través de la negociación colectiva y le niega su capacidad de concertación frente al poder público (el propio RDL se pasa por el forro el Acuerdo Interconfederal para la Negociación Colectiva y el Empleo y es publicado en el BOE sin la más mínima consulta previa a los agentes sociales, todo ello acompañado de una fuerte presión mediática de deslegitimación de las organizaciones de trabajadores)

Por tanto, mucho me temo que buena parte de la lógica cultural del sindicato-negociador se puede ver gravemente alterada en forma inmediata. El descontento de muchos asalariados por la pérdida de derechos y tutelas generará conflicto. Y su organización, el sindicato, ya no tiene las capacidades legales y de composición anteriores.

Haría bien el sindicato en no olvidar que el conflicto es previo a la propia organización. Así lo demuestra la historia. El conflicto social –-la lucha de clases-- se deriva de la situación de dependencia y de ajenidad en el trabajo de los asalariados. Y el sindicato no es nada más que el instrumento de articulación colectiva de los intereses de éstos en el conflicto. No es el protagonista principal del conflicto, sino su mero gestor.

Cada vez hay más luces rojas encendidas, que ponen en evidencia la aparición de agentes, aún poco definidos, de canalización del malestar social ante el nuevo paradigma neoliberal. Agentes que ven al sindicato como una pieza más del sistema. Y no les falta razón: el sindicato era una pieza del sistema, porque en dicha condición salían beneficiados los trabajadores. Pero lo era con su alteridad propositiva, con sus valores propios y con unos objetivos específicos, como la defensa de sus representados. No deja de ser sintomático que, ante ese fenómeno emergente, el sindicato no ha respondido con comprensión, razonamiento y diálogo, sino –aunque no siempre- con la cierta altivez, del que va sobrado.

En esa tesitura me parece imprescindible y urgente el cambio de chip en el sindicato. No digo que se tenga que volver a la lógica del sindicato-conflicto; sin embargo, habrá que reconocer que la cultura hasta ahora imperante del sindicato-negociador se ha visto fuertemente socavada. Que las reglas del juego han cambiado bruscamente y que las armas de las que antes disponía el son ahora menos y menos eficientes.
Ello debe comportar -–aunque me meta en camisa de once varas: acepto que es una intromisión ilegítima por mi parte-- un profundo debate sobre cómo resituar la cultura de la organización en la nueva situación, su estructura y sus instrumentos de intervención en el conflicto. Y, especialmente, los mecanismos de participación y de representación.

Y, por otra parte, quizás ha llegado el momento de plantearse los ejes centrales de los valores alternativos que el sindicato representa. Porque éste ya no puede seguir invocando el principio “pacta punt servanda” respecto al acuerdo social welfariano. Guste o no, ese pacto ya no está en vigor, porque su contraparte ya no lo cumple. Y quizás sería bueno imitar a los neoliberales, es decir, volver a los orígenes. Empezar a revindicar los valores del trabajo frente al propietarismo. Empezar a discutir el poder en la empresa más allá de simples mecanismos de participación “light”, “responsabilidades sociales” y demás zarandajas. Empezar a diseñar un nuevo modelo de articulación entre la empresa –qué produce y cómo produce- y la sociedad y sus necesidades. Y empezar a pensar en nuevas formas de internacionalismo moderno. Sí, las “plumas” que el sindicalismo se dejó abandonadas en el pacto welfariano. Y dónde digo sindicato puede leer ustedes, si gustan, también Izquierda.



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