La izquierda no sólo ha sufrido una derrota sin paliativos, también ha sido desalojada de sus tradicionales bastiones.
Los tiempos de derrota no son los más propicios para analizar serenamente qué ha ocurrido; antes al contrario son propicios al abatimiento y al ajuste de cuentas. En ese clima de catástrofe no parece que se tenga lucidez para buscar el fondo de las razones que han llevado al precipicio. Y, sin embargo, no hay otra salida. Porque todo indica que se abre un ciclo en España bastante negro, cuya duración es imprevisible. La derrota no sólo ha sido sin paliativos, la izquierda ha sido desalojada de la mayoría de sus bastiones tradicionales.
El diapasón de este ciclo, a mi juicio, está en función de dos elementos de singular importancia: de un lado, la seriedad y el rigor del análisis que deberían hacer los derrotados; y, de otro lado, el tipo de representación política que tendrían que dotarse. Lo uno y lo otro no son elementos separados entre sí. Desde luego, no es un problema sólo ni fundamentalmente de personas, sino del proyecto que deben encarnar unas personas determinadas. Ahora bien, dentro de ese proyecto parece urgente abordar la siguiente (y especialmente fastidiosa) interrogante: los derrotados ¿van a seguir manteniendo la forma-partido que les ha llevado a esta situación, esto es, un partido de notables, verticalmente estructurado en torno a (unos pocos) patriarcas con un ilimitado mando en plaza? Más todavía, una forma-partido de militancia desvertebrada a la que se le ha impuesto una delegación sin voz ni mandato alguno.
Lo iremos viendo, pero una tarea de reestructuración e innovación de la forma partido –de regeneración, si se quiere-- no parece fácil porque se les ha acumulado un buen cacho de idiotismos de oficio.
Los derrotados no tienen más remedio que asumir que la forma de hacer política de las izquierdas ha entrado en crisis (posiblemente definitiva) con el grosor de su electorado. Una parte de ese electorado que gradualmente viene refugiándose en la izquierda sumergida o en la actividad, más o menos estable, de formas societarias de viejo o nuevo cuño.
Por otra parte, la acción sindical podría verse sometida a una especie de hostilidad sistémica. La derrota de la izquierda deja campo abierto para que las derechas de diversa condición saquen de la alacena todo el arsenal de medidas que han tenido in mente desde hace tiempo a lo largo y ancho del territorio. No está escrito en ningún libro que lo consigan. En todo caso, dependerá de la sabiduría del sindicalismo confederal. La mejor manera de expresar esa sabiduría es ser más sindicato, hacer más sindicato, evitando las derivas del pansindicalismo y el substitucionismo, esto es, no supliendo en clave política el vacío de las izquierdas.
Esa hostilidad contra el sindicalismo requiere, a mi entender, poner en la agenda algo tan serio como la unidad sindical orgánica. He dicho “poner en la agenda”, no que se haga a trancas y barrancas o de un día para otro.
No es el momento de llorar. Es el momento de pensar serenamente, de debatir con punto de vista fundamentado. De ensayar experiencias, por modestas que sean. Entre otras, la recuperación del valor moderno de la militancia.
Hoy y no el día antes de votar es la auténtica jornada de reflexión. Y luego están los hechos, la cruda realidad.
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