Nota.--- Seguimos editando una nueva entrega del
libro ´No tengáis miedo de lo nuevo´.
Otro capítulo más de la segunda parte a cargo de
Javier Tébar Hurtado
La evolución desde hace unos
años de las teorías y de las ideologías, que
de todo hay, sobre el “Fin del trabajo” suelen presentar a las
tecnologías automatizadas como elemento de
sustitución del trabajo humano, no sólo en las empresas,
también en los domicilios a partir de la llamada domótica. La
calificada cada vez más frecuentemente como “4ª Revolución Industrial” tiene
como innovación característica la Inteligencia Artificial,
la digitalización, la machine
learning y los sensores avanzados. Con frecuencia se insiste en que
hoy la multiplicación de las innovaciones y su expansión hace que los avances
tecnológicos no tengan un carácter y una dimensión equiparables a aquellos
asociados a las anteriores revoluciones industriales. No obstante, los
discursos sobre la cuestión nos hablan a menudo de esta sustitución del trabajo
humano por el robot como la causa de un mundo donde el trabajo como actividad
humana constituirá un bien escaso. Esta visión, que no
dibuja otra alternativa y se presenta como una dirección única, goza de un
amplio arraigo en la sociedad –por ejemplo, el 52,1% de la población española cree que los
empleos serán sustituidos por robots— y su repercusión mediática es cada vez
mayor[1]. Existen
algunos datos que podrían avalarla. En un estudio, basado
en fuente proporcionadas por el Banco Mundial, se sostiene que la hipotética
automatización de los empleos de baja cualificación y susceptibles de ser
sustituidos por robots, harían desaparecer porcentajes elevadísimos de puestos
de trabajo en términos globales. El mercado de los robots, se nos asegura,
podría alcanzar a nivel mundial en 2019 el valor de 135.000 millones de
dólares. Se ha calculado que con el proceso de esta revolución tecnológica a
nivel global se destruirán 5,1 millones de puestos de trabajo netos entre 2015
y 2020. En febrero de 2016 la multinacional taiwanesa Foxconn -el mayor
fabricante de móviles del mundo, ensamblando para Apple, Samsung, Acer, etc.- anunció que sustituirá al
55% de su plantilla (60.000 empleados) por robots.
Otras informaciones nos hablan de que a la cabeza en la reestructuración de su
mercado laboral estarían China y Japón. Algunas estimaciones, habitualmente
citadas, pronostican que debido al creciente uso de la computarización el 47%
de los puestos de trabajo en Estados Unidos se encontrará en riesgo en las
próximas dos décadas. En el caso español los “análisis prospectivos más
prudentes auguran una desaparición de hasta el 12% de las ocupaciones debida a
la automatización, que repercutirá con mayor intensidad en los trabajos que
requieren menor cualificación. Este fenómeno agravaría la dualidad, la
polarización, la sobrecualificación y los altos niveles de desempleo que
caracterizan nuestro mercado laboral”[2]. En fin,
de llevarse a cabo esta eliminación masiva de puestos de trabajo, sin duda,
tendría graves consecuencias tanto para las economías desarrolladas con Estados
del Bienestar como para las economías periféricas del sistema. Esta predicción
se corresponde con la imagen de un mundo con ribetes de utopía liberadora del
trabajo, aunque, al mismo tiempo, combina elementos propios de una lectura
distópica al estilo orwelliano: la dominación de una minoría, aquella que tiene
en sus manos el poder del conocimiento y la tecnología, sobre una mayoría
sumisa. Si finalmente se impone esta realidad lo cierto es que “a diferencia del trabajo humano las máquinas
no se enferman, no cobran salario, no hay que pagarles seguridad social ni se
afilian a sindicatos”[3].
Ante
este cuadro general parece necesario introducir algunos matices e interrogarse,
aunque sea sumariamente, sobre tres cuestiones como mínimo. En primer lugar, la
insistente afirmación del “trabajo como bien escaso” contrasta con las cifras que
se tienen desde una perspectiva del empleo global, estas cifras indicarían que
aquel no parece haberse reducido, sino todo lo contrario[4]. La
fuerza de trabajo que produce en y para el mercado capitalista se
duplicó entre 1980 y el año 2000[5]. Una
cuestión diferente es que la reestructuración global del empleo producida desde
inicio de siglo XXI haya propiciado una eliminación de puestos de trabajo en
las economías desarrolladas -como la de EE.UU., Francia y Japón-, al mismo
tiempo que ha favorecido un efecto de expansión del empleo en el exterior -en
particular en las economías asiáticas- a partir de las inversiones de esos
mismos países[6]. En
definitiva, una reubicación del capital industrial. Esta es la justificación de
los eslóganes de campaña de Donald Trump sobre su idea de recuperar la
industria norteamericana. En segundo lugar, efectivamente el trabajo asalariado
con estabilidad en el empleo y con derechos tal como se ha conocido durante
buena parte del siglo XX comienza a escasear en las economías ricas, mientras
crece el número de trabajos precarios, inestables, inseguros y sin derechos
laborales. En tercer lugar, un análisis en perspectiva histórica muestra la
variedad de estrategias que el capital ha utilizado de manera combinada para afrontar
la crisis de rentabilidad y control de la fuerza de trabajo a lo largo de los
últimos cien años de historia. Una de las estrategias
desplegadas, efectivamente, ha sido la “solución tecnológica”, pero no cabe olvidar
que también ha recurrido a otro tipo de soluciones estratégicas como son la “solución
espacial” -hoy conocida como “deslocalización” de centros productivos o de
partes del proceso productivo-, la utilización del “lanzamiento de nuevos
productos” -que alienta el desplazamiento de nuevas industrias y líneas de
producción- y la “solución financiera”,
es decir, una tendencia del capital a alejarse del comercio y la producción en
períodos de intensa y generalizada competencia, con manifestación de episodios
agudos de conflicto laboral, optando por dedicarse a las finanzas y a la
especulación. Esta última
opción estratégica se convirtió en un mecanismo clave para el desarrollo de la
crisis de sobreacumulación de la Belle Époque, entre finales del siglo
XIX y 1914, cuando se inició la 1ª Guerra Mundial. De una forma parecida,
aunque adoptando el carácter de una solución financiera todavía más masiva,
habría constituido el mecanismo clave de la crisis de sobreacumulación de
finales del siglo XX e inicios del siglo XXI[7], a cuenta de la
expansión del capitalismo de la globalización.
Al
margen de estas precisiones es conveniente atender los matices en el debate
sobre este asunto y el nuevo paradigma que representa, así como los escenarios
que plantean las diferentes interpretaciones sobre la llamada revolución de las
nuevas tecnologías. Durante la década de los noventa del pasado siglo XX,
frente al boom tecnológico y de la llamada “Nueva Economía” surgió en EEUU una
posición de “fobia tecnológica”, identificada con los “nuevos luditas”, que ha
sido defendida por sectores que van desde el anarquismo individualista a
determinados grupos ecologistas. Pero en lo fundamental la variedad de lecturas
sobre los efectos de estos cambios y cómo afectan a la automatización en el
empleo se presenta una oposición hasta cierto punto binaria entre los discursos
de los “escépticos” y los “tecnólatras”. Los primeros relativizan los efectos
de los cambios tecnológicos, mientras que entre los “tecnólatras” uno grupo
abrazan de manera optimista lo que estos cambios representan y sus
consecuencias (“tecnoptimistas”) y otro grupo pronostica el fin del trabajo[8].
Al
adoptar una cierta perspectiva histórica para analizar el nuevo paradigma en
que nos sitúa la tecnología de la información y la comunicación y sus
aplicaciones en la nueva revolución digital, por decirlo resumidamente, surgen
otras cuestiones relacionadas con el trabajo y el empleo en una “Nueva
economía”. Resultan frecuentes las afirmaciones sobre la “eliminación del
trabajo” que no se sostienen de ninguna de las maneras. Así, es conocido que la
sustitución de algunas tareas automatizadas no conduce necesariamente a la
eliminación del puesto de trabajo que reúne otras tareas no sustituidas. Pero
sobre todo el determinismo tecnológico desde el punto de vista de la
organización del trabajo es un error a corregir, dado que el cambio tecnológico
no corresponde siempre a cambio organizacional. Por ejemplo: el paso de la
máquina de escribir al ordenador no modificó la organización del trabajo, la
novedad introducida fue en esta ocasión la conectividad, un caso
evidente de esto es la actividad laboral en los conocidos como servicios de
“Call Centers”, que hoy representan la forma del “infotaylorismo”. En este
sentido, no está más recordar que el ingeniero Taylor a principios de siglo XX
no introdujo tecnología sino división de procesos de trabajo, encarnando la llamada
“Organización Científica del Trabajo”. Esto representó un tránsito “del
poder sobre los hombres a la administración de las cosas” -concibiéndose al
trabajador como “cosa administrada”- y con el correlato
de la enajenación de su conocimiento, tal y como bien sintetiza la frase “El
brazo en el taller y el cerebro en la oficina”[9].
Así, pues, intentar analizar el trabajo humano pasando
de la OCT taylorista a la tecnología es hacerlo prescindiendo de la
actividad de los propios trabajadores. De esa forma lo que tiene lugar es una
“simetría apresurada”, tal como alertó ya hace años Ubaldo Martínez Veiga[10].
A esta
consideración podría añadirse que el efecto del cambio tecnológico en el trabajo no
está exento de elementos nuevos y viejos, de contradicciones, de manera que
abre posibilidades a que convivan dos realidades cada vez más distantes. La posmodernidad
y arcaísmo al parecer no se excluyen mutuamente: se dice que no hay trabajo
para los jóvenes y esto convive con la existencia de explotación laboral severa[11] y un
crecimiento del trabajo forzoso, formas modernas de esclavitud y trata de seres
humanos[12]. Al
mismo tiempo que se dibuja el dominio tecnológico en el mundo del trabajo
continúan realidades, por ejemplo, como el maltrato a las mujeres que trabajan
como porteadoras en la frontera de Ceuta[13]. Estas
realidades contradictorias aconsejan asumir que nuestras vidas ya se están
desarrollando baja la “membrana tecnológica” -en particular en los países
ricos- y que no tiene sentido negar sus potencialidades, pero parece razonable
no confiar en que constituyen una nueva solución mágica y curativa a nuestros
problemas. Es más, determinadas aplicaciones de estas tecnologías plantean
dilemas en el terreno de la ética –la biotecnología, los usos tecnológicos en
las “nuevas guerras”, etc.-, así como discusión sobre sus consecuencias
sociales y los efectos medioambientales que pueden producir. En cualquier caso
el cambio tecnológico y el aumento de trabajo en términos globales, un tipo de
trabajo marcado por oficios menos cualificados, hace pensar que el sindicato debe tratar el asunto del trabajo más allá del empleo y más allá del
empleo fijo y asalariado.
Dicho todo esto, finalmente no cabe descartar que
estemos emulando a los ciudadanos decimonónicos carentes de claridad y de
perspectiva respecto a la revolución
industrial que estaban viviendo hace dos siglos, y sobre las que hoy a
nosotros no nos cabe la menor duda[14].
[1]
Lluís
Torrents & Eduardo González
de Molina Soler, “La garantía del tiempo libre: desempleo, robotización y
reducción de la jornada laboral (parte 2), sinpermiso, 12/12/2016 [http://www.sinpermiso.info/textos/la-garantia-del-tiempo-libre-desempleo-robotizacion-y-reduccion-de-la-jornada-laboral-parte-2]
[2] Ibidem.
[3] Mariano Aguirre, “Ascenso de los robots,
¿adiós al trabajo humano?” 13 septiembre 2016
[https://www.esglobal.org/ascenso-de-los-robots-adios-al-trabajo-humano/]
[4] Datos de la OIT en
http://www.ilo.org/global/about-the-ilo/newsroom/news/WCMS_368305/lang--es/index.htm
[5] Francisco Louçà, “El
trabajo en el ojo del huracán: economía digital, externalización y
futuro del empleo”, Gaceta Sindical núm. 27
(diciembre 2016), p. 75.
[6] Guy Standing, Precariado
una carta de derechos. Capitán Swing, Madrid, 2014, pp. 55-56.
[7] Beverly J.
Silver, Fuerzas del trabajo. Los movimientos obreros y la globalización
desde 1870. Akal, Madrid, 2005, pp. 51-53.
[8]
En base a la
diferenciación propuesta por Lluís Torrents & Eduardo González de Molina
Soler, “La garantía del tiempo libre: desempleo, robotización y reducción de la
jornada laboral (parte 1), sinpermiso, 06/11/2016 [http://www.sinpermiso.info/textos/la-garantia-del-tiempo-libre-desempleo-robotizacion-y-reduccion-de-la-jornada-laboral-parte-1]
[9] Una reflexión
personal, que vale la pena conocer, sobre este proceso entre los años sesenta
del pasado siglo y la actualidad es la de Pedro López Provencio, “Formación,
promoción y cualificación profesional” [http://theparapanda.blogspot.com.es/2016/12/formacion-promocion-y-cualificacion.html (3-12-2016)]
[10] Ubaldo Martínez Veiga,
“Tecnología y organización del trabajo. El peligro de la simetría apresurada”, Cuadernos
de Relaciones Laborales núm. 3 (1993), pp. 136-137.
[11] Un ejemplo cercano a nosotros
es el tratado por Daniel Garrell, La explotación laboral severa de
extranjeros en el trabajo agrícola en Cataluña, Fundació Cipriano García de
CCOO de Catalunya, 2014, realizado en el marco del Proyecto AGREE de la
UE,[http://www.ccoo.cat/pdf_documents/Recerca%20AGREE%20complert%20versi%C3%B3_22_05_15.pdf]
[12] La OIT el
pasado mes de noviembre de 2016 ha aprobado nuevas normas del protocolo para
combatirlo [http://ilo.org/wcmsp5/groups/public/---ed_norm/---declaration/documents/publication/wcms_534399.pdf]
[13]
http://www.apdha.org/media/APDHA-10-vulneraciones-DH-2016.pdf
[14] Un resumen sobre la tendencia de la sociedad industrial
del siglo XIX en Zygmunt Bauman, Memorias de clase. La prehistoria y la
sobrevida de las clases. Nueva Visión, Buenos Aires, 2011, pp. 139-152. “Es posible que estemos en plena revolución”, entrevista
de Justo Barranco en “Magazine” de La Vanguardia, Barcelona, 2 de
noviembre de 2014 [http://www.mgmagazine.es/historias/entrevistas/zygmunt-bauman-es-posible-que-ya-estemos-en-plena-revolución], citado por Joan Fontcuberta, La furia de las
imágenes. Notas sobre la postfotografía. Galaxia Gutemberg, Barcelona,
2016, p. 20.
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