Doscientos alcaldes acuden al
parvulario de Bruselas con sus bastones de mando, símbolo del poder municipal
que, en esta ocasión, ha sido utilizado abusivamente. Usado como inequívoca
alcaldada. ¿Quién ha pagado ese viaje?
¿A escote por cada viajero de su peculio personal o con los fondos municipales
de cada ayuntamiento? En el primer caso, nada que objetar: cada cual hace de
sus dineros lo que estime conveniente. En caso contrario, si se hubiera metido
mano en la caja, estaríamos ante un caso de malversación. Cada munícipe debe
explicarse. Importa el detalle. No todo le está permitido al procés.
En el parvulario de la ciudad de
las coles flatulentas se encuentran Carles Puigdemont y compañía.
Discursos de rigor. Se reparten las invectivas: el mal es España y
Europa; el bien es el fermento escatológico. Puigdemont –bendito párvulo-- arremete airadamente contra Europa, que
prefiere a España antes que a un gobierno en prisión. Toda una carrera
armamentística de acusaciones. Zafarrancho retórico. Un discurso a la
desesperada de alguien carente de cuajo. ¿Por qué? Obviamente por su mala
cabeza. Pero, sobre todo, porque ya tenía noticias de que no se repetiría la lista unitaria del
independentismo cara a las elecciones autonómicas del 21 de diciembre. ERC no paga
timoratos. El hombre de Bruselas expresa, así, sus retortijones ante el gori
gori que ya suena en su partido. El discurso de Bruselas es una expresión de
los movimientos peristálticos de los antiguos convergentes.
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